Hace pocos días, Bill
Gates declaró a la revista Quartz que “los robots deberían pagar impuestos”.
Este es un debate creciente en los últimos tiempos. Parece lógico que, si un
robot substituye a un humano, al menos se haga cargo de los pagos a la Seguridad
Social para que esa persona tenga derecho a una pensión de jubilación. Un
periodista del diario La Vanguardia me llamó para entrevistarme al respecto. Incluso,
me preguntó si los robots, dado que pagarían impuestos, tendrían derechos como
los humanos (por ejemplo, a la baja laboral). El artículo final apareció el
pasado domingo (leerlo aquí).
Mi posición es la siguiente: la idea de ser sustituidos por androides (autómatas
con aspecto humano) es incorrecta. La imagen que tenemos del robot como una
especie de humanoide antropomorfo que emula comportamientos humanos es
equivocada. No seremos substituidos por esos ciborgs. Seremos substituidos por
tecnología, en todas sus diferentes formas: brazos electromecánicos en las
líneas de proceso, dumpers y toros autoconducidos en almacenes, pantallas
táctiles y asistentes personales inteligentes en los puntos de atención al
cliente, algoritmos autónomos en automóviles, y centros avanzados de proceso de
datos en tareas cognitivas de management
y toma de decisiones. La automatización va a penetrar con una fuerza impensable
e irreversible en todas las áreas de la economía y la sociedad. Pero cuando
subamos a un vehículo autónomo, no encontraremos un monigote con aspecto de
C3PO al volante. Simplemente, no habrá nadie. Los vehículos rediseñarán su
espacio interior y se convertirán en pequeños business centers o salas de café, donde podremos trabajar con
nuestro PC o leer tranquilamente el periódico mientras un algoritmo inteligente
y conectado al sistema de infraestructuras de tráfico nos guía plácidamente.
Las fábricas incorporarán más y más sistemas digitales y mecatrónicos. También
en los niveles de gestión y toma de decisiones, hasta convertirse en “fábricas autoconducidas” (terminología que
se nos ocurrió hace poco en una interesantísima charla con Elisa Martín, de
IBM). Cuando subamos a las oficinas, no veremos maniquís robotizados
escribiendo en las mesas. Simplemente, no habrá oficinas: un sistema electrónico
de inteligencia artificial suplirá el management
de la compañía, analizando la prensa económica, recibiendo datos de producción
y calidad de la cadena logística, evaluando resultados financieros y económicos,
estudiando las opiniones de las redes sociales sobre los productos de la
empresa, tomando decisiones y enviando consignas a las plantas de producción
las 24 horas del día.
Los robots no van a pagar impuestos, simplemente porque no habrá robots
como en las novelas de ciencia ficción. Pero la tecnología sí que deberá pagar
impuestos si queremos diseñar un sistema sostenible económica y socialmente,
donde el trabajo será un bien escaso y quizá innecesario. Hay quien dice que
no. Que, como ha pasado siempre, ante un cambio tecnológico y una ola de
destrucción creativa de viejas industrias y empleos, aparecerán nuevos nichos
de trabajo que substituirán a los anteriores. Al fin y al cabo, la revolución
industrial acabó con una economía agrícola generando millones de puestos de
trabajo en las emergentes fábricas. Y, cuando éstas se fueron a países de menor
coste, aparecieron economías substitutivas, basadas en servicios. Bueno, esto último
ya me hace dudar. El mundo converge hacia un estado de desarrollo homogéneo, y
ahora resulta que las fábricas vuelven donde sólo quedaban servicios. Y,
recordemos, la economía no es una ciencia pura. Todas las piedras que hemos lanzado
caen, y por ello podemos inducir que la siguiente piedra que tiremos al aire
también caerá. Pero es que hay una ley de la naturaleza detrás: la ley de la
gravedad. Sin embargo, no hay ninguna ley de la naturaleza que dicte que ante
un cambio tecnológico siempre se generará empleo substitutivo. Quizá estemos
ante fenómeno tipo "cisne negro” del
filósofo y economista John Stuart Mill: aunque en el registro histórico del
momento no se había observado jamás un cisne negro, eso no imposibilitaba que
el próximo cisne que encontrara Mill no pudiera ser negro. No hay ninguna ley
de la naturaleza que dictamine que no puedan haber cisnes negros, como no la
hay que diga que todo empleo perdido por automatización será recuperado por algo
substitutivo. Especialmente cuando la tecnología se desarrolla y penetra a gran
escala y aceleración exponencial, como ocurre en este momento.
Los robots no pagarán impuestos. Los pagarán las rentas de la tecnología.
Si no, el sistema colapsará por falta de demanda: las empresas autoconducidas,
sin un empleado, no tendrán quien les compre. Nuevos mecanismos de distribución
de la riqueza deben establecerse, si desaparece el trabajo. Pero para que la
tecnología pague impuestos, primero debe
haber tecnología. La solución final a la ecuación es la siguiente: las
naciones deben desarrollar estrategias de largo plazo que incentiven la
inversión en tecnología. Deben incrementar su capital tecnológico. Tienen que
construir sólidos ecosistemas innovadores, con economías basadas en ciencia, y
tecnología. Deben extender el paradigma Industria 4.0. Han de aumentar su
productividad. Es la única manera de generar riqueza. Y, a medida que todo ello
pase, se deben establecer mecanismos de fiscalidad sobre las rentas de la
tecnología. Es evidente que esas empresas autoconducidas, tecnificadas e
hiper-productivas, pero sin un solo trabajador, han de tributar de forma
equivalente a si tuvieran empleados. Podremos, entonces (y sólo entonces)
pensar de verdad en establecer una Renta Básica Universal o algo similar que
permita mantener condiciones de dignidad a los excluidos de un mundo de
abundancia tecnológica.