En noviembre de 2008, justo tras la explosión de la gran crisis global, la
reina Isabel de Inglaterra visitó la London School of Economics, uno de los
centros académicos de mayor prestigio mundial en el campo de la economía. Iba a
inaugurar un nuevo edificio, pero estaba más interesada en los profesores e
investigadores congregados allí para el evento. Dada la escala de los
acontecimientos de esos días, inesperadamente les espetó: “¿cómo es posible que ninguno de
vosotros haya previsto lo que está pasando”.

Así empieza el nuevo libro de Mariana Mazzucato, Rethinking Capitalism: Economics
and Policy for Sustainable and Inclusive Growth. Una extraordinaria
revisión crítica de los mitos académicos, ideológicos y políticos que llevaron
al colapso del capitalismo occidental en 2008, y a una crisis de la cual no nos
hemos recuperado una década después. El crash financiero, la precaria
recuperación posterior y la extrema desigualdad resultante, inédita desde el
siglo XIX, certifican que el modelo de capitalismo imperante es incapaz de
generar crecimiento estable a largo plazo. Los axiomas sobre los que se asienta
deben ser seriamente cuestionados, y esto es lo que precisamente hace Mazzucato
en este extraordinario libro, junto con un grupo de preeminentes economistas
(Michael Jacobs, Carlota Pérez y Joseph Stiglitz, entre otros).
El libro cuestiona en profundidad las políticas de austeridad como
respuesta a la crisis. Mientras el argumento oficial ha sido que el déficit
público (y, por ende, una mala gestión pública generalizada) disparó la crisis,
los autores argumentan que, de hecho, fue al revés: la crisis financiera debida a un entorno institucional que fomentaba
los incentivos cortoplacistas y la especulación (en lugar de las inversiones
productivas de largo plazo) disparó un tsunami de desendeudamiento, desempleo y
ahorro forzado en las familias que provocó una disminución de demanda y un
incremento vertiginoso de déficit en el sector público (que vio reducidos sus
ingresos e incrementadas sus obligaciones de protección social). Al fin y al
cabo, uno de los mantras del management
precrisis era que “la función de las empresas es maximizar el beneficio generado a sus
accionistas”. Y así nos fue. Entidades bancarias y empresas
constructoras la cumplieron a pies juntillas, comprando y vendiendo activos en
una suicida pirámide especulativa. Se culpó del agujero a sectores públicos
irresponsables, y se recetó el aceite de ricino de la austeridad. Pero la
austeridad y las cuentas públicas saneadas son sólo un factor higiénico
(necesario con contención, insuficiente para crecer). Los países que confunden la austeridad con su estrategia de
competitividad olvidan una fuente básica de creación de riqueza: las
inversiones de largo plazo en políticas industriales sólidas. Centrar las
políticas económicas en la reducción del déficit lleva a una trampa mortal: una
de las partidas políticamente más cómodas de recortar en toda cuenta pública es
la inversión en innovación, comprometiendo el crecimiento en el medio plazo. La desindustrialización de Europa de fe de ello.
Mazzucato cuestiona duramente las teorías económicas clásicas. La economía
clásica se ha inspirado en modelos de competencia perfecta. Modelos
“improductivos”, pues la competencia perfecta excluye por definición la
innovación, la estrategia y el emprendimiento (que, precisamente, son esfuerzos
creativos y singulares para generar diferenciación competitiva, exclusividad y
productividad). Miles de economistas,
que han ocupado puestos clave en la administración, la política y la academia,
se han formado en la fascinación por los modelos matemáticos, de gran belleza
conceptual. Pero inaplicables o imposibles de replicar en diferentes contextos
sociales o históricos. Miles de economistas han construido su realidad
económica y su trayectoria profesional sobre la hipótesis que las empresas son
como átomos en gases perfectos, iguales, homogéneos y cuyos comportamientos
responden a inviolables leyes físicas. Pero cada empresa es diferente. Cada empresa tiene su propia estrategia, su cultura, sus procesos, su tecnología, y responde de forma diferente a estímulos similares.
La clásica visión del mercado como mecanismo perfecto de asignación de
recursos, y de la administración como entorno institucional de control, cuya
máxima prioridad debe ser no interferir (“apartar piedras del camino”) es
también seriamente cuestionada. Frente a los supuestos de substitución (“crowd out”) de capital privado
inteligente por estúpido capital público, Mazzucato demuestra cómo capital público inteligente, con visión a
largo plazo, puede apalancar o multiplicar inversiones privadas (“crowd in”) en áreas estratégicas en las
que el mercado jamás invertiría de forma autónoma. De hecho, los autores evidencian
cómo las inversiones públicas dan lugar a completas áreas de mercado emergentes
(crean nuevos e inesperados mercados), como demuestra internet o el sector
biotecnológico: el 75% de los nuevos medicamentos en USA hunden sus raíces en
inversiones públicas de los National
Institutes of Health. Sector en el cual el mítico capital riesgo sólo entra
20 años después de las grandes inversiones públicas en las fases más intensivas
en capital y de mayor riesgo. Ya dijo
Keynes que “el rol de los gobiernos no es hacer un poco mejor o peor lo que ya
hacen los individuos, sino hacer posibles aquellas cosas que nadie está
haciendo”.
El axioma tradicional reza que jamás oscuros funcionarios públicos serán
capaces de adivinar el futuro y acertar en su apuesta por determinados sectores
(“picking winners”). Sin embargo, Mazzucato
aboga por una concentración de recursos y un esfuerzo público-privado
específico en ámbitos que soporten el bienestar y la competitividad de las
naciones. El sentido común debe superar la oxidada ideología. ¿Alguien duda que
nos equivocaríamos si apostáramos por la Manufactura Avanzada, el Cambio
Climático o el Envejecimiento (“mission-oriented
innovation”)? La función de los
gobiernos no es sólo generar “bienes públicos” (como la ciencia básica), sino concentrar
masa crítica e impulsar rápidamente las inversiones estratégicas en ámbitos
fundamentales para el crecimiento inclusivo e inteligente, desde la ciencia básica
hasta la creación de empresas de alta tecnología, fertilizando así la
economía en esos campos de futuro. La alternativa: esperar hasta el día del
juicio final a que esto pase espontáneamente, y evitar tomar decisiones, con el
peligro de desparramar recursos entre infinitas disciplinas o concentrar los
mismos en disciplinas no relacionadas con el crecimiento. Hay que priorizar. Con todos los
respetos, ¿no es mejor invertir decididamente en investigación e innovación en Industria
4.0 que en filología semítica?
El sistema capitalista debe ser renovado o, al menos, repensado en
profundidad. Las evidencias aparecen por doquier: en 28 de los 33 países de la
OCDE el paro supera los niveles pre-crisis. En los países en que se ha logrado
generar empleo, los salarios han disminuido a niveles alarmantes. En el Reino
Unido, la caída del poder adquisitivo ha sido la más intensa desde que existen
registros (cosa que ha disparado el populismo y, en última instancia, el
Brexit). En USA, los ingresos familiares han caído al nivel de 1990, aunque la
productividad se ha incrementado en un 78% desde entonces. La
precariedad que se extiende por el planeta exige nuevas aproximaciones de
política económica, una revisión en profundidad de los modelos teóricos sobre
los que se basa el pensamiento económico ortodoxo. Y cuentas públicas saneadas,
pero sin renunciar a las dotaciones suficientes para innovación estratégica y orientada.